Vivimos con gran preocupación como los últimos tiempos son testigo de un retorno del odio.
La enemistad, la confrontación, la revuelta, la incitación a la violencia, siempre han estado desgraciadamente presentes durante toda la historia de la humanidad. Cada comunidad trataba de protegerse contra el “otro”, el desconocido, el “bárbaro”, el enemigo del exterior. Pero lo más frecuente es que el extranjero, el diferente no producía ese rechazo tan negativo que se aloja en todo sentimiento de odio. Se ignoraba en general quienes eran los “otros”, se les temía, pues no se conocían sus comportamientos, sus formas de actuación y en su caso se rechazaban sus intentos de dominación, pero en ningún caso ese sentimiento profundo de odio, de repulsa, de asco, figuraba en la cabeza de aquellos que combatían la presencia y la influencia de otras culturas, razas o civilizaciones.
Quizás el detonante más emblemático de este discurso de odio se produjo en Alemania con el surgimiento del nazismo: la transformación de una envidia y crítica permanente hacia los judíos en un discurso y acción de odio y pleno rechazo por parte de unas clases sociales alemanas empobrecidas. Esta actitud llevó a la mayor barbarie conocida en la historia de la humanidad: el holocausto.
Ese odio total es el que la comunidad internacional quiso abolir para siempre tras la 2ª guerra mundial para así evitar en el futuro este género de atrocidades.
Desde ese sentimiento de repulsa por lo vivido por el pueblo judío, las naciones del mundo se conjugaron en San Francisco para frenar cualquier deriva que pudiese conducirnos a ese horror sufrido por la comunidad judía.
No se puede ignorar que los 70 años de paz y convivencia en el concierto de naciones hayan estado exentos de guerras, violencias, destrucción y enfrentamientos. No se puede tampoco ignorar que la discriminación racial, el antisemitismo, la islamofobia hayan desaparecido de la escena internacional, pero desde finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, el discurso del odio no estaba tan presente como lo está en la actualidad.
Asistimos con inquietud a una proliferación de las manifestaciones de este odio visceral, de las descalificaciones radicales, de las manipulaciones y exacerbación de los errores de los otros y de los miedos excluyentes. Todas estas manifestaciones y actuaciones teñidas de una profunda irracionalidad.
La globalización y la revolución tecnológica nos han llevado a un escenario del que creíamos haber escapado. Hoy más que nunca somos testigos de ese “odio” de uno mismo, como lo califica Amin Maalouf, en su último libro “El naufragio de las civilizaciones” en donde se puede identificar claramente que son los sectores más débiles e inseguros de una sociedad deshumanizada por la globalización los que se atribuyen los discursos más radicales de odio. El odio que proyectan hacia el “otro” parece que les hace más fuertes. Sus soflamas incendiarias tratan de crear un escudo protector con el que se sienten más seguros a corto plazo ante sus propias frustraciones, sin darse cuenta que, al día siguiente, una vez producido el daño verbal o físico, sus defensas naturales quedan al descubierto y son incapaces de armar un “modus vivendis” que pueda reducir o eliminar sus frustraciones más profundas.
Es por ello que el Secretario General António Guterres ha propuesto desarrollar una propuesta global contra el “discurso del odio (hate-speech)”. Algo novedoso dentro de las atribuciones de Naciones Unidas para buscar precisamente instrumentos preventivos que impidan y radiquen este odio radical.
Como Alto Representante de Naciones Unidas para la Alianza de Civilizaciones participé en este grupo de trabajo y sus conclusiones se integrarán en el Plan de Acción final para la protección de lugares de culto. Ese odio que se vehicula a través de la vida social, demonizando y atacando las creencias, religiones o culturas diferentes debe de frenarse en seco. No es normal que los avances tecnológicos de comunicación de este nuevo tiempo ayuden a propagar los mensajes de odio y total exclusión. Aquellos que lo utilicen deben ser perseguidos y penalizados. La libertad de expresión tiene sus derechos pero también tiene sus límites, y la sociedad global del siglo XXI no puede tolerar y aceptar la difusión y expansión del discurso del odio.
La diferencia, la discusión, el desencuentro ideológico, la contraposición de opiniones e ideas, todo es válido y razonable. Lo que no lo es, la estigmatización del otro a través del odio y la violencia. La humanidad no ha caminado más de 21 siglos para regresar a la época de las cavernas, en la que además se ejercía la violencia pero no el odio…