Fue una sorpresa positiva recorrer el nuevo museo de Louvre en Abu Dhabi, magníficamente diseñado y realizado por el gran arquitecto francés Jean Nouvel, para constatar la fuerza creativa de las distintas civilizaciones de la humanidad. Todas ellas están representadas en ese imaginativo espacio de la isla de Saadiyat frente al Golfo Pérsico.
Para mi lo más importante de esta visita no era constatar el valor de cada una de las piezas representativas de cada civilización allí expuestas, sino el hecho de que casi todas ellas se crearon de manera simultánea, sin que en ese momento hubiese posibilidad de contactos humanos, creativos y/o culturales que pudiesen explicar el porqué a miles de kilómetros de distancia, artistas y creadores concibieron objetos de arte muy parecidos.
Las piezas en Abu Dhabi se reencontraron y su mensaje es claro y simple: somos una sola humanidad. Han existido y existen diversas civilizaciones, pero al final de todo, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.
Este es el testimonio que se recibe al visitar el museo de Abu Dhabi. Su mensaje como he dicho es sencillo. Existen múltiples civilizaciones y culturas, pero somos una sola humanidad.
Deberíamos preguntarnos porque este debate sobre las civilizaciones ha quedado relegado durante los últimos tiempos cuando al contrario, estuvo muy presente durante el pasado siglo XX.
Así, hace más de 100 años, en 1918, Oswald Spengler publicó su famoso libro “La decadencia de occidente”. Fue la primera señal de alarma que sonó con impacto en un mundo occidental convencido de su superioridad tecnológica, científica, económica, política y moral. Unos años más tarde, otro gran pensador europeo, Arnold Toynbee, empezó a dedicar sus estudios a la historia de las civilizaciones. Concluyó sus análisis indicando que todas ellas tenían un ciclo similar de duración: su inicio, su apogeo y finalmente, su decadencia.
Es por ello, que para él no era algo extraño que la civilización occidental debería reflejar las mismas consecuencias de este proceso generalizado de toda civilización.
El pensador español José Ortega y Gasset, en su libro sobre “Una interpretación de la Historia universal” también abordó estas cuestiones. Quién mejor que él que describió con exactitud y visión premonitoria “esa rebelión de las masas” que hoy vivimos en toda la geografía universal.
En aquellos años de posguerras mundiales, el estudio y la razón de ser de las civilizaciones ocuparon gran parte del debate político-intelectual. Sin embargo, a partir de final de la Segunda Guerra Mundial, la rivalidad ideológico-político-militar soviética-norteamericana hicieron abandonar estas reflexiones centradas principalmente en pensamientos históricos-culturales y concentrar la atención en cómo superar el enfrentamiento entre los dos mundos, el capitalista y el comunista. No se hablaba en términos de civilización sino en términos geopolíticos entre un sistema denominado liberal-capitalista y otro autoritario-comunista. La organización de la comunidad internacional se realizaba en torno a estas dos maneras de pensar y organizar el futuro de los seres humanos. “Las civilizaciones” eran expresiones del pasado y el mundo del siglo XX se debería construir sobre bases prácticas en donde los avances tecnológicos-científicos y las respuestas económico-financieras deberían trascender a los viejos planteamientos históricos-culturales en donde distintas civilizaciones hubieran podido marcar el ritmo del tren de la historia de la humanidad.
Hay que esperar a la caída del muro de Berlín en 1989 y al surgimiento de la supremacía norteamericana para que se vuelva a introducir en la agenda política-académica la cuestión de las “civilizaciones”. Frente a la tesis del pensador norteamericano Francis Fukuyama que proclamaba a bombo y platillo “el fin de la historia”, el profesor emérito de la universidad de Harvard, Samuel Huntington, presentó en su famosa conferencia de octubre 1992, en el Instituto de Empresa de Washington, su famosa teoría del denominado “choque de civilizaciones”.
El político norteamericano, sumergido en un mundo político y académico conservador, no podía resistir la tentación de explorar los campos en donde la hegemonía americana-occidental podría ser objeto de amenazas. La confrontación, una vez que occidente, es decir, Estados Unidos, hubieran derrotado política, económica, financiera, militar e ideológicamente al único adversario: la URSS, solo quedaba, por lo tanto, un espacio en donde Occidente podría ser objeto de rivalidad o conflicto: la cultura o la religión. Estos dos campos no habían podido ser eliminados o controlados por la hiper-potencia, a pesar de los múltiples intensos intentos por construir un “modelo cultural norteamericano” en donde los denominados tres Mac’s prevaleciesen (MacDonald, MacKintosh, McLuhan).
La religión y en su caso las identidades culturales y las civilizaciones eran elementos difíciles de erradicar. No parecía que todas ellas se dejarían desdibujar en favor de una homogeneización general a través de un mundo unidimensional.
Es por ello, que el profesor de Harvard señala en su famosa conferencia, desarrollada posteriormente en su artículo de “Foreign Affairs”, su tesis de que: “en el futuro toda nueva fuente de conflicto será cultural o religiosa”. De ahí que Occidente deba prepararse para defender su “civilización” frente a las diferentes civilizaciones todavía existentes en la comunidad internacional y que no aceptan someterse incondicionalmente a las propuestas occidentales.
Toda esta arquitectura político-intelectual del mundo conservador norteamericano obtendrá su momento de gloria como consecuencia del 11 de septiembre de 2001, cuando las dos Torres Gemelas de Nueva York se desplomaron ante el asombro del mundo. El ataque terrorista de origen islamo-yihadista, colocó al islam y a la civilización musulmana en una clara y abierta confrontación con Occidente. “El choque de civilizaciones” se justificaba así automáticamente y toda una geopolítica de poder se puso en marcha para seguir garantizando la supremacía moral, política y cultural occidental.
Ante estos planteamientos, muchos analistas y políticos reaccionaron y entre ellos el propio gobierno español que acababa de sufrir el mayor ataque terrorista de toda su historia, el 11 de marzo de 2004. Fue esta situación la que llevó al recién nombrado ejecutivo español a proponer ante Naciones Unidas la iniciativa de una Alianza de Civilizaciones para combatir colectivamente y de manera corresponsable las amenazas de todos aquellos sectarios o extremistas que pretendían justificar sus acciones de terror bajo ropajes religioso-culturales.
El año próximo, en septiembre de 2024, se cumplirán 20 años del lanzamiento de esta iniciativa por parte del presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, y si algo ha quedado demostrado en estas dos décadas es que no hay un “choque de civilizaciones”. Puede haber existido un choque de ignorancias o una lucha de poder geopolítico que ha tratado de utilizar la cultura, la religión o la civilización como pantalla de presentación de sus inadmisibles pretensiones. Pero lo que no ha habido es un “choque de civilizaciones”.
Desgraciadamente, la repuesta a los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y a los múltiples ataques terroristas ocurridos posteriormente en el mundo (Londres, Madrid, Bali,…) polarizó enormemente la confrontación contra un islam-yihadista y el mundo musulmán se vio de la noche a la mañana señalizado como el gran enemigo a derrotar. La respuesta occidental a las crisis de Afganistán, Irán, Siria, y las grandes amenazas en el Sahel africano, no han ayudado a desterrar esa percepción de la existencia de una teoría de “reemplazamiento” en donde las nuevas generaciones musulmanas desean eliminar y/o suplantar al mundo occidental.
Finalmente, la guerra de Ucrania ha despertado de su sueño tradicional a la mayoría de países del llamado sur global que hasta ahora dormían marginalizados bajo el dominio occidental y les ha llevado a tratar de poner un punto final de su dependencia, y exigir un protagonismo nuevo en el concierto de naciones en donde se respete su legado cultural y civilizatorio y se les trate en pie de absoluta igualdad.
Nos encontramos, por lo tanto, en un mundo nuevo en el que civilizaciones ignoradas, derrotadas, apartadas… reclaman un nuevo lugar en el futuro de la humanidad.
Es ante esta realidad que no debe extrañar que un País-civilización como China haya decidido lanzar su propuesta de una “iniciativa de civilización global”. Frente a la inacción occidental, la nueva dirección política china ha comprendido la importancia y relevancia de las cuestiones culturales y/o religiosas. La necesidad de respetar las distintas identidades y la voluntad de crear un marco de entendimiento para que cada una de ellas encuentre su espacio y pueda desarrollar todo su potencial creativo.
Es por ello que, en estas circunstancias, parece necesario replantear los nuevos objetivos de la Alianza de Civilizaciones de las Naciones Unidas, así como su marco de actuación adaptándose al nuevo contexto internacional.
Para poder articular esta nueva tarea, parece necesario analizar claramente y definir con rigor qué entendemos por “civilización” y cuál puede ser su lugar adecuado dentro de una futura gobernanza mundial.
La enciclopedia británica define el término “civilización” como el “conjunto de costumbres, conocimientos, actos y tradiciones que constituyen las formas de vida de una sociedad humana”.
Esta clara definición nos obliga ya a distinguir el concepto de “civilización” de otros que normalmente utilizamos con expresiones muy similares, como la identidad y/o la cultura.
En este sentido, la “identidad” es el primer espacio de conciencia personal donde se revela el sentido íntimo y más esencial del individuo. La podemos extender a un colectivo y hablar de identidad colectiva o nacional, pero su estructura es más sencilla y no espera ni desea incluir en ella otras dimensiones de nuestra compleja existencia.
Junto a la identidad, surge la cultura o las culturas. Estas son expresiones y vivencias que se añaden a la identidad y que incorporan esencialmente elementos de creación y de estética.
Asimismo, los cataloga para que construyan parte de la memoria colectiva. Las costumbres y tradiciones culturales nos acompañan en el desarrollo vital de nuestro devenir humano y se añaden naturalmente a nuestras identidades profundas.
Finalmente, las “civilizaciones” son un paso más en el caminar de la organización compleja de nuestras sociedades. Algunos analistas han analizado el término “civilización” y han llegado a la conclusión que la “civilización” es “la representación de una sociedad compleja”, como diría Edgar Morin. Su forma de organización más sofisticada en donde se incluyen instituciones, en donde se trata de organizar su estructura social así como la tecnología disponible y la forma de explotación de los recursos, refleja una realidad más sistémica y compleja que las simples identidades o las culturas.
Estas características se encuentran en todas las civilizaciones. Todas proponen su visión del mundo. Cada una de ellas tiene catalogadas sus creencias, valores y costumbres.
Por otra parte, todas las civilizaciones han mantenido una relación profunda con la naturaleza y el medio ambiente. Incluso algunas que parecen haber perdido el tren de la historia, resurgen ahora con mayor legitimidad por sus referencias y actitudes frente a la madre naturaleza en estos tiempos en los que todos debemos salvar el planeta.
No obstante, las civilizaciones no siempre convivieron en términos pacíficos y respetuosos. La historia de las mismas nos muestra que la mayoría de los casos existieron períodos de confrontación y dominación con el agravante de que muchas de ellas deseaban imponerse y sustituir a las precedentes. El caso más relevante es el de la civilización occidental.
La etimología de este concepto en el mundo occdeintal puede explicar mejor cuál es su razón de ser. El propio término “civilización” surge del latin, es decir, vinculado con la “civis” pero sobre todo la civilización se opone a la barbarie. Los que no están civilizados, no forman parte de esa ciudadanía que busca un grado más elevado de evolución. Para una gran mayoría de europeos y occidentales, la civilización occidental es el estadio superior del desarrollo… Existe sólo una civilización… Lo que quiere decir que existe una sola “civilización superior” y de ahí que se presente nuestra civilización occidental como aquella que combate el salvajismo y la barbarie, y que busca alcanzar una visión final superior a todas las civilizaciones anteriores.
Frente a ello, el término “civilización” en otros idiomas no refleja estos elementos. Así, por ejemplo, en China, la traducción del concepto “civilización” nos lleva a entender mejor la filosofía de ese país (B = cultura e iluminación/ilustración), es decir, la “civilización” es la suma de elementos culturales así como una visión nueva que puede ilustrar el futuro de la sociedad.
He aquí el gran dilema actual. Ninguna “civilización” ha logrado imponerse a todas las demás. Ese sueño ideal occidental de que “nuestra civilización” es la última etapa de desarrollo de la humanidad ha constatado sus propios límites.
Hoy podemos señalar con total legitimidad y convencimiento de que no hay una “civilización
superior” a las otras. Que el destino final de la humanidad no está identificado con el logro de una nueva “civilización universal”, sino que vivimos como una sola humanidad en donde conviven y se desarrollan “múltiples civilizaciones”.
El objetivo último no es crear una “civilización ideal”, es decir, una “civilización final”, sino de aportar gracias a las múltiples contribuciones positivas de las múltiples civilizaciones, elementos, principios, valores, costumbres, creaciones artísticas, descubrimientos científicos, etc. Es decir, una sola humanidad que se sienta orgullosa en el camino del futuro con respeto y solidaridad entre las distintas culturas y civilizaciones.
El siglo XXI será el siglo del final de la imposición y el dominio de un bloque o de una visión sobre otras. El siglo XXI debe convertirse en el siglo de la cooperación, respeto y construcción colectiva de un mundo mejor.
En este primer tercio del siglo XXI, lo que está en juego no es la supremacía de dos o tres potencias, sino la supervivencia del planeta y de la humanidad.