Europa y Occidente deben evitar caer en la tentación de querer imponer la denominada ‘civilización occidental’ al resto del mundo
Existía un sentimiento generalizado de que el siglo XXI no sería testigo de conflictos y guerras de carácter tradicional. Pensábamos ingenuamente que este siglo tomaría nota de las atrocidades y horrores de su precedente, y podría encaminarse a un nuevo tiempo de paz y prosperidad. Pocos analistas se atrevían a pronosticar que una “Tercera Guerra Mundial” pudiese desencadenarse. Es cierto que en los últimos años asistimos a una rivalidad hegemónica entre China y Estados Unidos extremadamente preocupante. Sin embargo, nadie podía imaginarse un deterioro tan rápido y tan grave como el que acabamos de vivir con la invasión rusa a Ucrania y el peligro de una desestabilización internacional generalizada.
Aunque el conflicto está todavía en una fase de profunda incertidumbre y no podemos prever cuáles serán sus consecuencias finales, sí podemos hoy extraer algunas conclusiones.
La primera y más contundente es la condena absoluta a la violación de los principios y objetivos de la Carta de las Naciones Unidas por parte de la Federación Rusa, miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones, a su vez el máximo órgano responsable del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, y, como consecuencia de ello, la plena solidaridad con el gobierno y el pueblo de Ucrania. Ello lleva necesariamente a ofrecer todo nuestro apoyo a los ucranianos que se defienden con valentía y a todos aquellos que escapan de las atrocidades de la guerra.
La segunda, movilizar todos los esfuerzos para lograr de manera inmediata un alto al fuego y evitar así más pérdidas de vidas humanas y poner punto final a la destrucción de infraestructuras y al sufrimiento del pueblo ucraniano.
La tercera es autocrítica, pero necesaria: el fracaso absoluto de la diplomacia. ¿Cómo es posible que el sistema de prevención, mediación y negociación diplomática no haya sido capaz de detener el ataque e invasión de Ucrania? Todo ello nos debería llevar a revisar la eficacia y credibilidad de las instituciones y organizaciones internacionales, y en particular el organismo máximo en materia de garantizar la paz y la seguridad: el Consejo de Seguridad y el derecho a veto.
La cuarta es el colapso de un concepto tan revolucionario como necesario: “el sistema de seguridad colectiva.” Este sistema se había logrado introducir en el concierto de naciones después de muchos siglos de guerras y derramamiento de sangre, y para contrarrestar los resultados nefastos del denominado “equilibrio de poderes”. La comunidad internacional decidió tras el final de la Primera Guerra Mundial apostar por la corresponsabilidad mutua a la hora de garantizar la paz y la seguridad, y este principio fue coronado en la Carta de San Francisco al término de la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que durante todo este tiempo se ha mantenido con dificultades y contratiempos importantes, pero no se había visto amenazado de manera tan profunda como en estos días. La OSCE, como heredera del Acta de Helsinki, era una extensión y expresión de este enfoque y de este concepto de seguridad colectiva, al que añadió el de indivisibilidad de la seguridad al refrendar que nadie puede sentirse seguro si el otro se siente inseguro. Este pacto implícito es el que se ha roto con la invasión a Ucrania.
La quinta conclusión es la de no caer en la tentación de retornar a un mundo obsoleto de bloques y zonas de influencia que parecía ya olvidado y de priorizar un enfoque exclusivamente militar centrado en el rearme. El dato positivo ha sido la unidad del mundo occidental, ya sea dentro de la OTAN, la relación transatlántica, y el resurgir de una Unión Europea que despierta de su largo letargo económico-social, y se presenta finalmente como un actor relevante en la escena internacional. Por fin, la política exterior logra abrirse camino en el proceso de construcción europea. Pero no debe en ningún caso caer en un “patriotismo belicista” que olvide su larga historia de paz y defensa en favor de los valores universales. En este sentido, se deben condenar los actos de discriminación y exclusión que desgraciadamente se han producido en contra de ciudadanos de raza, etnia, cultura y religión diferente a la nuestra, que al igual que “los occidentales” deseaban salir del infierno de esta contienda.
Esta nueva situación positiva en donde valores y principios marcan la acción del mundo occidental no debe ignorar los cambios profundos que se han producido en la sociedad internacional. A pesar de la unánime condena a la intervención militar rusa de la comunidad internacional en la última resolución de la Asamblea General, un análisis más profundo del resultado de la votación nos muestra importantes cambios en las alianzas geoestratégicas en las diversas áreas geográficas. Que no se entienda mal. Fue una victoria absoluta de todos aquellos en favor de la Carta de Naciones Unidas. Pero en cualquier caso refleja un problema grave cuando un sector de la comunidad internacional se niega a votar a favor de una resolución que solo pide el cumplimiento de la Carta.
La sexta conclusión: no hay choque de civilizaciones entre Occidente y Rusia. Esta interpretación de algunos expertos y estudiosos que se ha expresado en algunos medios de comunicación y en algunos análisis de la crisis no tiene razón de ser. Rusia ha sido, ha vivido y es un estado en donde la cultura, la religión y la lengua forman parte de una civilización común con Occidente y Europa. Es verdad, con rasgos específicos pertenecientes a esa “alma rusa” que tanto ha inspirado a Europa y Occidente y que ha contribuido al desarrollo del arte, la creación y el pensamiento occidental. Incluso su religión es la misma que profesan múltiples ciudadanos europeos, ya sea Grecia, Chipre, Rumanía, Bulgaria, los Países Bálticos, etcétera. Sobre todo, no debemos dejarnos llevar por viejos impulsos de confrontación este-oeste. Hay que poner freno a una “rusofobia”, hoy en día sin límites.
Séptima conclusión: el mundo vive en la actualidad una transformación global inusitada. Este momento necesita la participación de todos los actores para poder responder a los retos globales y existenciales más urgentes que afectan a la humanidad. Salimos a penas de una pandemia que nos ha puesto a todos de rodillas y que ha demostrado totalmente las fisuras de una fraternidad y solidaridad humana, y nos adentramos en un conflicto de consecuencias imprevisibles que nos podría incluso llevar a la destrucción total del planeta en caso de un enfrentamiento nuclear. El despliegue de solidaridad a favor del pueblo ucraniano que está teniendo lugar en todo el mundo debe ser la semilla para un reforzamiento del espíritu de una sola humanidad que actúe de forma decidida y unida. En estas circunstancias, algunos creen que el mundo occidental está en decadencia y que ha llegado el momento de prescindir de él. Otros, los occidentales, reivindican que sus avances, principios y valores deben ser el único modelo válido en este siglo XXI. Pero muchos otros creemos en subrayar que la defensa de valores universales y principios ya acordados por la humanidad y que quedan plenamente inscritos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, deben ser la plataforma para continuar un futuro de convivencia pacífica entre los distintos actores de la humanidad. Europa y Occidente deben evitar caer en la tentación de querer imponer la denominada “civilización occidental” al resto del mundo. Hoy asistimos a una rebelión en el continente africano y latinoamericano por un pasado colonial mal concluido, en el que la polarización y el resentimiento prevalecen en lugar del diálogo y de la reconciliación. Occidente no está en decadencia, pero Occidente debe ejercer su nuevo papel de forma diferente a como lo desempeñó en siglos precedentes. La diversidad cultural, social y religiosa es una riqueza necesaria para construir una nueva y sola humanidad. Cada región, cada nación del mundo, ha tenido y tiene sus propias raíces identitarias, culturales y civilizacionales. Pero éstas no son las que nos impiden construir “una casa común de la humanidad”. Lo que lo impide son las ansias de poder hegemónico de unos actores que buscan el poder por el poder sin tomar en consideración a los ciudadanos del mundo que reclaman unánimemente trabajar por la paz y evitar nuevas guerras.
Octava conclusión: Es previsible que la crisis actual se traduzca en crecientes ciber ataques en ámbitos claves del funcionamiento de nuestras sociedades con implicaciones muy peligrosas y destructivas. Por otra parte, el escenario al que nos enfrentamos también ha puesto de manifiesto los retos de disponer de información objetiva y verificable en una sociedad mundial digitalizada. Como dijo el diplomático y político norteamericano D.P. Moynihan, uno tiene derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos.
En definitiva, la tarea prioritaria en estos momentos es parar la guerra. La diplomacia debe recuperarse y utilizarse de inmediato, y nuevas propuestas deben imaginarse lejos de promesas de futuro de difícil cumplimiento que solo alimentarán más frustración y decepción en el futuro. Se debe iniciar un proceso de reconstrucción de la seguridad colectiva en el espacio europeo que establezca un nuevo marco de convivencia y paz sostenibles para las actuales y futuras generaciones de este continente.
Ciudadanos del mundo: “Uniros por la paz para construir una sola humanidad.”
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