Publicado en Política Exterior, mayo/junio de 2023

En un contexto de crisis del multilateralismo y ante un mundo crecientemente fragmentado, es preciso reivindicar la diplomacia como medio de relación con ‘los otros’, instrumento de prevención de conflictos y creación de acuerdos.

De manera recurrente surgen voces que cuestionan la utilidad y el valor de la diplomacia. ¿Son todavía los diplomáticos necesarios en este nuevo mundo? ¿Vale la pena invertir en la resolución pacífica y dialogada de conflictos? Se trata de preguntas válidas y legítimas, sobre todo en la actual situación geopolítica. Sin embargo, conviene no caer en la fácil y simplista afirmación de que la diplomacia es una herramienta caduca, sin abordar las razones por las que ha prevalecido a lo largo de la historia a pesar de los múltiples obstáculos que se interpusieron en su desarrollo.

Escribo estas líneas, a mi vuelta de Irak, tras comprobar uno de los mayores errores estratégicos de la reciente historia y constatar personalmente las terribles consecuencias de una intervención militar que ha llevado a los herederos de aquella rica y sofisticada Mesopotamia a retroceder décadas en su aspiración de formar parte del concierto de naciones en paz y prosperidad. Es, además, paradójico que, frente a este catastrófico escenario, los historiadores nos recuerden que fue precisamente en esa región de Oriente Próximo donde se localizaron los primeros testimonios originales de acción diplomática. Hace más de 4.000 años en ciudades como Ur y Mari, durante el periodo del Reino de Ebla (hoy Siria) y el Reino de Hamazi (hoy Irán), en la época de los asirios, el trabajo diplomático quedó grabado en unas tablas de piedra con inscripciones cuneiformes que describían los primeros acuerdos de paz, los primeros sistemas de archivos y reglas diplomáticas. En ellas se analizaban las relaciones con los “otros”, los “diferentes”. Se mencionaba a “enviados”, a la necesidad de garantizar el comercio y la protección de cada una de las distintas civilizaciones. En definitiva, se trataba de regular una convivencia con aquellos que no formaban parte de nuestra civilización, cultura o comunidad. Desde entonces, la diplomacia ha estado vinculada intrínsecamente con el desarrollo de la historia de la humanidad. Un desarrollo con altibajos pero que ha ido incorporando a lo largo de los siglos diferentes mecanismos y propuestas para tratar de asegurar una vida en paz.

De izquierda a derecha, Ferdinand Jean Marie Foch, jefe de los ejércitos aliados durante la Primera Guerra Mundial; George Clemenceau, primer ministro de Francia; David Lloyd George, primer ministro británico; Vittorio Emanuele Orlando, primer ministro de Italia; y Sidney Sonnino, ministro de Exteriores de Italia (Londres, 12 de julio de 1918). GETTY

Las guerras, la destrucción, la violencia y el sufrimiento han sido protagonistas de nuestra historia y en cada uno de los periodos dramáticos, la diplomacia se adaptó y buscó nuevas fórmulas para evitar las crisis o resolverlas. Su evolución se fue sofisticando. Se pasó de una función meramente representativa a otra más informativa y de conocimiento para, finalmente, centrarse en la negociación para concluir acuerdos y consolidarlos. En las relaciones bilaterales se amplió el marco nacional para abordar cuestiones regionales y buscar relaciones más estables. La Paz de Westfalia (1648) y el famoso “equilibrio de poder” (balance of power) dieron paso más tarde al Congreso de Viena (1815) y a buscar un marco más amplio de compromisos colectivos.

«Hoy sería impensable una ‘temeridad’ como aquella que llevó a los ministros de Asuntos Exteriores europeos a proponer la firma del Tratado de Roma (1957) y cambiar así el devenir europeo».

La Primera Guerra Mundial nos abrió los ojos y el entonces presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, democratizó la diplomacia: con sus 14 puntos aprobados por el Congreso estadounidense, propuso un sistema de seguridad colectiva que pondría punto final al sistema de alianzas secretas y de pactos cruzados. Ya en 1919 se constató que solo un marco multilateral podría garantizar la paz y la convivencia internacional. La sociedad se movía en favor de la paz tras la sangrienta e inhumana guerra de trincheras y el uso de armas biológicas. Los movimientos pacifistas se multiplicaron en todas las capitales europeas y asistimos a diferentes congresos mundiales por la paz.

Por desgracia, los mecanismos establecidos en la frágil e innovadora Sociedad de Naciones no superaron las contradicciones de un sistema que no estaba aún preparado para gestionar diplomáticamente la locura de un líder y de un régimen nazi que, en su empeño de recuperar una hegemonía perdida, cometieron la mayor atrocidad en la historia de la humanidad: el Holocausto. La comunidad internacional dijo en aquel momento “nunca más” y esta determinación colectiva permitió suscribir en 1945 en San Francisco la actual Carta de Naciones Unidas.

Hoy, somos de nuevo testigos de las atrocidades y los efectos devastadores de la guerra. En la actualidad, además de Ucrania, hay más de 30 conflictos abiertos. Efectivamente, cabe preguntarse ¿dónde está la diplomacia? ¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que la humanidad no haya sido capaz de evitar estas contiendas? ¿Cómo podemos aceptar que en el siglo XXI, en el momento más esperanzador, donde la inteligencia artificial y el progreso de la ciencia y el saber han alcanzado las mayores cotas de desarrollo, no seamos capaces de erradicar la plaga de la guerra y caigamos en la gran falacia de que solo se puede lograr la paz con más violencia? Por todo ello, hoy, la diplomacia es más necesaria y útil que nunca y debe utilizarse de manera urgente y prioritaria.

PREVENIR, MEDIAR, NEGOCIAR

Las razones que explican el ostracismo actual de la diplomacia son múltiples y se han ido desarrollando durante las últimas décadas. La presencia y el papel de los actores diplomáticos se ha desdibujado y ha quedado relegado a una función secundaria, alejada de la toma de decisión política. Hoy sería impensable una “temeridad” como aquella que llevó a los ministros de Asuntos Exteriores europeos a proponer la firma del Tratado de Roma (1957) y cambiar así el devenir europeo. Hoy, las decisiones sobre el presente y futuro de las relaciones internacionales se toman principalmente a partir de las informaciones, presiones e interpretaciones de otros actores. La diplomacia desempeña un papel menor. Se diría que carece de la misma relevancia de esos actores y que sus análisis y consejos no son tenidos en consideración por aquellos que han de tomar las decisiones.

En demasiadas ocasiones a los diplomáticos se les excluye y su capacidad para entender la complejidad de las crisis –la historia, el entorno geográfico, las consecuencias a corto, a medio y largo plazo, la necesidad de valorar las distintas dimensiones de todo conflicto– no es debidamente tenida en cuenta. Se abandonan los instrumentos tradicionales: la prevención, la mediación, la negociación, etcétera. Además, en la mesa de negociación se sientan empresarios, filósofos, artistas, militares, agentes de inteligencia, todos ellos con indudable capacidad de hacer valiosas contribuciones. Pero, cuando menos, sorprende que aquellos que conocen y pueden aportar experiencia y saber, queden apartados y sean informados de la decisión una vez tomada, para después recibir el guion que habrán de repetir como artistas frustrados, el guion de un drama que ellos mismos habrían podido evitar.

También hay quien afirma que la diplomacia ya no responde a las urgencias de nuestros tiempos, que los diplomáticos son ineficaces, lentos, snob y diletantes, que están superados por las nuevas tecnologías y la capacidad de otros actores para responder con más eficacia a las crisis actuales. Quizá esa supuesta lentitud se explique por el imperativo de la reflexión. Saben que sus declaraciones tendrán un impacto a corto, medio y largo plazo y por eso prefieren reaccionar con cierto tiempo para valorar los acontecimientos. La verdadera diplomacia no se ejerce a “golpe de tuit”.

Se invierten cantidades desorbitadas en armamento, pero no en diplomacia y en la resolución pacífica de conflictos. En los últimos tiempos la diplomacia y los departamentos de Asuntos Exteriores han sufrido una creciente marginación. En el caso europeo, con la firma del Tratado de Lisboa (2009), los ministros de Asuntos Exteriores dejaron de ser miembros natos del Consejo Europeo, y desde entonces, no han podido aconsejar y apoyar a sus jefes de Estado y de gobierno con la inmediatez y el acceso del que gozaban antes. Hemos visto cómo en Europa los asuntos económicos han ocupado un lugar prominente, con un predominio del Ecofin frente al Consejo de Asuntos Exteriores. Basta con echar un vistazo a la escasa relevancia que tiene la política exterior en los presupuestos generales del Estado. Una comparación objetiva nos llevaría a constatar de manera clara cómo otros ministerios han incrementado sus recursos financieros frente a Exteriores. ¿Cómo es posible, como ha denunciado recientemente el responsable del cuerpo diplomático del departamento de Estado estadounidense, que haya más músicos en las fuerzas armadas que agentes diplomáticos en Estados Unidos (27.000)?

«Los interlocutores del verdadero trabajo diplomático son aquellos que creen, piensan y actúan de manera diferente y defienden intereses divergentes o incluso antagónicos».

En España somos apenas 1.000 para gestionar la complejidad y el desarrollo de la proyección exterior del país en un mundo en profunda transformación. Este escaso número de diplomáticos lleva a que sea habitual que un embajador cumpla su función en misiones bipersonales en las que se desempeñan una decena de funcionarios de otros cuerpos; militares, policías, expertos en seguridad y agentes de inteligencia. Por otra parte, algunos dirigentes occidentales atacan públicamente a su servicio exterior, desprestigiándolo, modificando sus carreras profesionales y relegándolos a veces a simples funciones protocolarias. Además, la acción exterior se privatiza. Algunos de sus servicios esenciales, como la expedición de visados, las actividades culturales o los programas de comunicación se entregan a compañías privadas, dejando en sus manos cuestiones que afectan directamente al interés y al servicio públicos.

La diplomacia no se inventó para constatar que las relaciones con tus vecinos funcionan bien. Se creó para relacionarse con aquellos que no están de acuerdo con nuestra visión y ponen en cuestión la defensa de nuestros intereses. Los interlocutores del verdadero trabajo diplomático son aquellos que creen, piensan y actúan de manera diferente y defienden intereses divergentes o incluso antagónicos de los nuestros.

De ahí que cuando asistimos a la eclosión del mundo multipolar, la comprensión, el respeto y la interlocución con aquellos que no comparten todos nuestros argumentos y políticas, se hace imprescindible. Los dirigentes de esta nueva gobernanza internacional tienden a creer que, como el mundo está interconectado y una creciente mayoría habla el lenguaje digital, la conectividad y la interconexión están aseguradas. No se interesan ni creen necesario invertir tiempo, esfuerzo y recursos para conocer culturas, identidades, la idiosincrasia de los “otros”. Estos agoreros que anuncian el final de la diplomacia podrían tener algo de razón si reinasen “la sociedad del bienestar y la paz”, pero asistimos a una dramática fragmentación agravada por una polarización inesperada entre los distintos actores de la comunidad internacional. Observamos un parón en el proceso hacia una gobernanza mundial más eficaz y sostenible.

El multilateralismo está en crisis. Se critica su incapacidad, viciado por las ambiciones de algunos de los principales actores geopolíticos. Paradójicamente, cuando sabemos que los problemas globales solo pueden tener soluciones multilaterales, constatamos la incapacidad del sistema actual para responder ante estos retos. La diplomacia tiene que ser ante todo preventiva y, en este sentido, el multilateralismo es la única alternativa para desarrollar políticas y actuaciones que refuercen la eliminación de las raíces y causas de las crisis y de los conflictos. El Consejo de Seguridad se encuentra paralizado y la Asamblea General de Naciones Unidas no logra un mayor protagonismo. Es necesario revitalizarla y convertirla en una “cumbre diplomática permanente”. Esperemos que la propuesta del secretario general, António Guterres, de adoptar una Nueva Agenda Común en la próxima Cumbre sobre el Futuro en 2024 pueda alcanzarse.

Estas son algunas de las razones que explican el preocupante deterioro de la diplomacia internacional. Nadie pone en cuestión, sobre todo en países democráticos, la legitimidad de los jefes de Estado y de gobierno para dirigir e impulsar las líneas esenciales de la política exterior. La summit diplomacy (diplomacia de alto nivel) no es algo nuevo, hunde sus raíces en la historia de las relaciones internacionales, pero para asegurar que sus visiones y direcciones se traducen en decisiones eficaces será necesario el concurso de los diplomáticos y de los instrumentos esenciales de la diplomacia. Si en su día Georges Clemenceau dijo: “La guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo a los militares”; parafraseando al gran diplomático, político y pensador francés, podríamos concluir que “la paz es algo demasiado serio para dejarlo en manos de aquellos que no creen ni practican la resolución pacífica de los conflictos.”

Es hora de dotar a la diplomacia del papel y de la responsabilidad que merece, porque en el mundo de hoy es más necesaria que nunca.