La crisis del covid-19 ha devuelto a la actualidad las dramáticas imágenes y trágicas consecuencias de la denominada “gripe española” de 1918, que en realidad surgió en Kansas, Estados Unidos, y no en España, y que pasó a denominarse así y a asociarse paradójicamente con nuestro país porque el estatus no beligerante de España durante la Primera Guerra mundial permitió a nuestros medios informativos difundir con mayor detalle las noticias sobre esta pandemia devastadora. Hasta ahora era la mayor pandemia que había conocido la humanidad con más de 50 millones de víctimas mortales en todo el mundo.

Hoy, mirando hacia atrás, deberíamos extraer algunas lecciones para no recaer en los errores del pasado. En estas líneas me voy a centrar en algunas de las consecuencias geopolíticas, socioeconómicas y culturales a la hora de reconstruir nuestro “modus vivendi” nacional e internacional.

El debate está ya abierto ante las declaraciones y actitudes xenófobas y discriminatorias que hemos podido observar durante estas últimas semanas.

La tentación de llamar al covid-19 el “virus chino” ha sido la primera alerta de no caer en el error de obviar que el virus tiene una proyección universal. Afortunadamente, todo parece indicar que ha prevalecido el sentido y rigor científico y la voluntad solidaria para utilizar la denominación científica del covid-19. En cualquier caso, cuando esta crisis termine, podremos hacer una crítica de los errores y de la falta de transparencia que hayan podido producirse a la hora de prevenir y alertar sobre los riesgos de esta pandemia por parte de los distintos actores.

Por otra parte, en este mundo en fase de transición, el covid-19 ha permitido resucitar teorías conspiratorias a cargo de pseudo-politólogos que nos han presentado escenarios rocambolescos en donde diversos actores bajo las instrucciones de los “big brothers” habrían decidido producir y transmitir este virus para ganar la batalla por la hegemonía mundial.
Sin embargo, hoy más que nunca, como bien proclaman la OMS y el Secretario General de la ONU, lo que se necesita es una reforzada solidaridad internacional que haga realidad una cooperación real y efectiva entre los distintos actores que deben hacer frente a esta pandemia.

Las recientes reuniones telemáticas del G-20 y del Consejo de Seguridad de NNUU proporcionan cierta esperanza de que al final se conseguirá lograr esa coordinación necesaria. No obstante, es preocupante que el Consejo de Seguridad haya tardado casi más de cuatro semanas en reunirse por diferencias e incomprensiones entre los cinco miembros permanentes. En su condición de máximo órgano responsable del mantenimiento de la paz y seguridad internacional, el Consejo de Seguridad debería reunirse de forma automática cuando se presenten nuevos desafíos como la crisis actual que ponen en riesgo el orden internacional. Esta respuesta inmediata podría contribuir a la tan deseada reforma de este órgano esencial de la arquitectura mundial.

La falta de solidaridad y la descoordinación tiene también una lectura en el ámbito nacional, socioeconómico y cultural.

No podemos ni debemos permitir que los efectos de la pandemia sean especialmente virulentos en los sectores más pobres y marginados de la población (la tendencia creciente de casos entre la población afroamericana en Estados Unidos es digna de resaltar). Tampoco deberíamos olvidarnos de las inquietudes y los interrogantes del propio Secretario General sobre el posible impacto del virus en el continente africano. Son inaceptables las declaraciones de algunos médicos franceses sobre la posibilidad de experimentar los efectos secundarios de posibles fármacos en poblaciones africanas.

Además, no podemos ni debemos aceptar que esta crisis permita comportamientos racistas y discriminatorios, ni que la crisis contribuya a exacerbar las desigualdades.

Pero en cambio, sí podemos y debemos contribuir a la creación de una estrategia de futuro. Es por ello que, junto a mi compañero y amigo, el Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre la Prevención del Genocidio, Adama Dieng, lanzamos un llamamiento a líderes religiosos y a la sociedad civil para fomentar la “solidaridad, compasión y unidad” necesarias para superar la crisis, y a fin de combatir todos los brotes de racismo, discriminación y xenofobia.

Esta solidaridad no debe ser solamente una solidaridad “declarativa”, como la que estos días todos proclamamos y aplaudimos con entusiasmo desde nuestros balcones, sino una solidaridad real que será más difícil de expresar cuando salgamos de nuestra cuarentena.

¿Cómo traduciremos esta solidaridad “declarativa” en solidaridad “practicada”? ¿Cómo nos comportaremos? ¿Habremos comprendido que sólo de manera solidaria y colectiva podremos hacer frente a la nueva compleja realidad nacional e internacional? ¿Nos volveremos de nuevo egoístas y nos quedaremos encerrados en nuestra “casa interior” o buscaremos entre todos cómo construir una “casa común” en la que cada uno de nosotros pueda encontrar las condiciones para alcanzar sus aspiraciones con dignidad y justicia? Este será, creo yo, el mayor reto de la humanidad.